13/11/2015 in Relatos

EL ALDABA, PERSONAJE DE «EL PREFERIDO DE DIOS»

El sujeto del retrato es Sebastián de Aldaba y Torres, un personaje terciario, si acaso, en mi novela. Si llego a saber los quebraderos de cabeza que me están dando algunos, no la escribo. Y hoy ha venido a verme este, el Aldaba. Sobre las siete de la tarde, al oscurecer, que es cuando más cómodo se mueve.

El Aldaba trabaja como intérprete y guía en la Oficina de Alojamientos de Sevilla. Cuando las tropas francesas llegan a la ciudad, en la oficina les buscan alojamiento en cuarteles, en casas particulares, en conventos expropiados… dependiendo de la graduación, del Cuerpo de ejército, de los enchufes… Lo de siempre. Y cuando un oficial es alojado en una casa acorde con su graduación, el Aldaba lo acompaña al sitio, carga con el equipaje, le da palique por el camino… Y le saca la información que puede. Así están las cosas; Sevilla, como toda España, está infectada de espías.

Pero el Aldaba no trabaja para los ingleses sino para el marqués de Santiponce, un sujeto más peligroso que todos los ingleses y franceses juntos. Y buen pagador, que es lo que cuenta. Así que llamó a la puerta de mi habitación con mucha cautela. Con mayor cautela le abrí yo, porque en mi casa me oyen hablar con este tipo de gente, y como no los ven, piensan que estoy loco, que hablo solo… Total, que lo hice pasar y sentarse. Venía muy nervioso, la respiración agitada, perlas de sudor en la frente.

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-¿Se ha vuelto usted completamente loco, señor Illanes? –las manos le temblaban y tartamudeada sin parar- ¿Usted sabe en el compromiso que me pone contando en su novela las cosas que cuenta? ¿Quiere usted que los gabachos me arcabuceen en el Perneo, como a los desertores y a los violadores? Que yo tengo familia, mire usted, que tengo bocas que alimentar…

En fin, que me soltó una retahíla de gilipolleces entre temblores y temblores. Yo al principio tenía más paciencia con mis personajes, porque al fin y al cabo he dispuesto de ellos y de sus vidas, pero eso ya se acabó, no es el primero que me pilla de improviso, y algunos, como el Acibutre, con malos modos y amenazando. Total, que fui al grano.

-Le voy a hablar claro, don Sebastián –le dije encendiendo un cigarro y poniendo los pies en la mesa, como Jozemari Aznar en el despacho de Bush-, usted no es más que un chivato, que usted lo sepa. Un correveidile del marqués. Y además cobra por ello, asuma los riesgos.

Y ya se me puso chulo:

-Más chivato es usted, que cuenta en su novela lo que no tiene que contar para que todo el mundo lo sepa. Usted no tiene corazón, hombre. ¡Que me está poniendo a los pies de los caballos! Haga el favor de hablar con su editor y que retire esa novelucha del mercado antes de que pase una desgracia, o la vamos a tener.

-¿Eso es una advertencia o una crítica literaria, don Sebastián?

-Una amenaza.

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No dejaba de mover la pierna derecha, dando saltitos, alterado, y ya me estaba poniendo nervioso, pero respiré profundamente y me contuve. Le expliqué que todos los franceses de la novela llevaban doscientos años muertos, que no podían arcabucear a nadie, y menos a él –omití contarle que ni siquiera estaba muerto porque solo había vivido en mi imaginación-, así que no había motivo de preocupación, que se fuera tranquilo al sitio del que había venido, a seguir durmiendo el placentero sueño de los personajes  imaginarios, a dejar vivir a los escritores, coño. Pero no.

-Te voy a decir una cosa, Pepito –ya empezó a tutearme y aquello me escamó-, como a mí me pase algo te vas a arrepentir. Yo tengo amigos, que lo sepas, amigos que te tienen ganas y están avisados.

-¡Anda y coge la puerta, chivato! –Me levanté del sillón y empuñé un abrecartas que tengo sobre la mesa- Coge la puerta que como te vea por aquí otra vez, escribo una segunda parte y te hago ahorcar por los gabachos, gilipollas –lo pillé por el cogote, abrí la puerta del despacho y lo eché a patadas-. Mira que tengo más mala leche que el peluquero de Arcadi Espada. ¡A la puta calle! ¡Me tenéis hasta los cojones! A ver cuándo os enteráis de que soy el padre de todos vosotros.

Y en el pasillo estaba mi mujer. Con las manos en los cuadriles. ¡Madre mía!

-¿Qué yo te tengo hasta los cojones? ¿Tendrás valor?

Lo que ocurrió después pertenece al ámbito de mi vida privada y poco tiene que aportar a este lamentable incidente.




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