GOULASH PARA EL PRESIDENTE
Sobre las nueve de la mañana el presidente me mandó llamar. Me dijo que cenaría a solas con el ministro del interior, que deseaba un plato exquisito pero sencillo, a ser posible con arraigada tradición casera, y que lo tuviera todo dispuesto para las ocho y media. Sin pensarlo dos veces le sugerí el goulash, ese delicioso estofado procedente de Hungría que tan popular se hizo en Europa central y que aumenta el optimismo del presidente. La extraordinaria combinación de hierbas olorosas y de otros ingredientes de la huerta, así como su preparación con manteca de cerdo, podría muy bien disimular el color del veneno, ese color mortalmente azafranado que había sido mi mayor preocupación durante más de un año. Con la excusa de comprar personalmente la culata de buey, abandoné el palacio y desde un teléfono público contacté con la Organización. Las llamadas telefónicas estaban absolutamente prohibidas, y lo correcto hubiera sido insertar un anuncio en la prensa, con el teléfono de Henry, solicitando «un maestro cocinero para una noche inolvidable», pero la urgencia del caso justificaba la medida. “Me han invitado a cenar. Saldré del restaurante a las nueve de la noche. Venid a recogerme”, dije. El compañero Henry sonrió con cierta ironía. Me había reconocido. Los dados empezaban a echarse sobre el tapete.
En este mundo sólo hay dos cosas capaces de hacer saltar los mecanismos más sofisticados y ocultos de mi conciencia, dos poderosas pasiones que desatan mi imaginación y justifican mi vida: la venganza y la cocina. La venganza, como decía Calderón, no borra la ofensa, naturalmente, pero es indudable que la dignifica, y en ese parámetro es donde se reviste de nobleza; y la cocina, el arte más entrañable y preciso que pueda concebir el hombre, me ha convertido en maestro, en creador de sabores, en un nombre para el recuerdo de quien prueba mis obras, por eso colma sobradamente el vaso, a veces empañado, de mi felicidad. El secreto y el placer de la cocina, como todo arte, está en el resultado, y ni siquiera los largos años de experiencia han conseguido amortiguar esa pletórica impresión de felicidad que me embarga cuando un comensal se me acerca a los postres con palabras de elogio. Naturalmente he servido a paladares buenos y malos. El del presidente, hay que decirlo, es excepcional, y sólo la certeza de ignorar su expresión placentera tras la cena con el ministro del interior empañaba la satisfacción de mi venganza, que ya era mucha, después de tantos meses de seguimiento, de tantas oportunidades idas y de tanto miedo a ser descubierto. La recompensa por mi espera sería doble, puesto que acabaría con el presidente y el ministro sin dañar a sus familias.
A mediodía subí a mis habitaciones, abrí un ejemplar de los “Escritos de la filosofía política”, de Mijail Bakunin, que previamente había ahuecado con una cuchilla, y tomé el frasco de veneno que dos años antes me entregó el compañero Henry en aquella inolvidable velada junto al río donde ambos sellamos el compromiso mortal que nos unía. Lo guardé en el bolsillo dispuesto a no desprenderme de él hasta el momento definitivo. Sobre las cinco de la tarde empecé a trocear la culata del buey, a dados grandes para darle vistosidad al plato, y en una cazuela derretí la manteca y doré las cebollas. Mientras hacía esto pensé en el ministro, quien nunca había probado uno de mis goulash, y sinceramente lo sentí por él. También por mí, porque a él se le iría la vida y a mí la recompensa de saber su opinión.
Después de dorar las cebollas añadí los dados procurando con sumo cuidado que se hicieran por los cuatro lados, y cuando estuvieron en su punto tapé la cazuela para que la carne sacara su jugo y se cociera en él durante quince minutos. Sin quererlo volví a pensar en el rostro destartalado del ministro, en su expresión enjuta y cetrina y en su conocida fama de comensal exigente. De haber probado mi plato en otras circunstancias habría quedado desarmado. Volví a palpar el frasco de veneno en mi bolsillo y en ese momento el presidente irrumpió en la cocina. El corazón me dio un vuelco. Nunca antes había sentido interés por aquellas dependencias. Me habló entonces del selecto paladar del ministro y de la importancia de aquella cena, y me exigió que no fallara. Después se marchó con una expresión de curiosidad en el rostro.
Temblando aún por la impresión de aquella inopinada visita, añadí los tomates, la sal, un manojo de hierbas, un vaso de agua y una cucharada pequeña de paprika, que es la masa pulverulenta de una especie de pimientos muy utilizados en Europa central y el verdadero secreto del goulash; después tapé la cazuela para dejar cocer la carne muy lentamente durante dos horas y media. Cuando el plato estuviera a punto, pondría en la salsa el veneno del frasco y la suerte estaría echada. Encendí un cigarrillo, tomé asiento y comencé a drogarme con el aroma extraordinario del goulash. Entonces recordé mis largos años de cocinero, las firmes ideas que me habían llevado a ese momento y la promesa de venganza que formulé al entrar en la Organización, pero a medida que la carne se cocía su perfume embriagaba mis sentidos y el embrujo de la curiosidad aplastaba mis principios bajo la bota tiránica de su inocencia. La impresión del ministro al degustar mi goulash, sus comentarios al presidente, sus críticas o alabanzas… Todo quedaría silenciado para siempre por un frasco de veneno; desconocer la opinión de aquel paladar selecto sería el alto precio a pagar por la causa. Algo parecido a la duda sacudió mis nervios hasta el punto de asustarme, y durante mucho tiempo estuve pensando en ello.
Poco después comprendí, por el crepitar del guiso y el olor de la carne, que el goulash estaba listo. Al destaparlo supe que aquella comida era una obra de arte. Sin pensarlo tomé el frasco. Lo destapé. En el extraño clima de mi imaginación vi el rostro placentero del presidente y el del odiado ministro del interior, inexpresivo, vacío, ausente. No lo pude evitar. Tapé el frasco y volví a guardarlo. Probablemente hubiera otra oportunidad, otro momento más adecuado, otra circunstancia que disminuyera el coste de mi venganza. Naturalmente, yo mismo me encargué de servir los postres. El exigente ministro del interior me felicitó con un apretón de manos. “Extraordinario” dijo, “tenga la seguridad de que repetiré otro día”. Sonreí. Afortunadamente, no todo estaba perdido.
05/12/2015 at 21:12
Pepi Bobis
Extraordinario amigo Illanes. Mmmm qué rico olor, supera en mucho al sabor de la venganza.
Un abrazo
05/12/2015 at 12:33
Ana
Me ha encantado. Enhorabuena y gracias por proporcionarme una mañana más placentera
05/12/2015 at 12:20
Manuel ortiz alcala
Genial que gozo leerte compañero, veo que el pasaporte nuevo no te afectado.